miércoles, 3 de abril de 2019

Reencuentro con Enrique


por: Abel Prieto Jiménez
tomado del blog: El vuelo del Gato
Mi amigo más íntimo, el más cercano, un padre, un hermano mayor, fue Enrique Núñez Rodríguez. No he conocido a nadie tan ajeno a la melancolía, a la depresión, al cansancio. Ni a nadie tan dotado para la risa, para la broma oportuna, para colocarte ante la vida con fe y alegría. Lo extraño todavía, aunque han pasado muchos años de su muerte. Pensando en Enrique, quisiera creer en las doctrinas de Allan Kardec, en que no se fue, en que reencarnó en algún otro cubano invenciblemente generoso y simpático de Quemado de Güines o de Pinar del Río. Este texto sirvió de prólogo a un libro con sus crónicas que preparó su nieto Túpac

Cuando celebramos el noventa aniversario de Enrique Núñez Rodríguez en Quemado de Güines, en mayo del año pasado, con su familia, un grupo de amigos y una multitud de coterráneos, se anunció la resurrección del concurso que lleva su nombre y hubo un reclamo unánime: debíamos impedir que el último de nuestros grandes costumbristas fuera víctima del olvido. El vecino de los bajos viene a ser una respuesta a aquel reclamo. Es un esfuerzo más por conservar a Enrique entre nosotros, por retenerlo, por no dejarlo ir. Tan pronto Túpac, su nieto y editor del libro, me pidió que prologara esta colección de crónicas, acepté, por supuesto. Desde los ya remotos tiempos en que trabajamos juntos en la UNEAC, Enrique me hablaba mucho de Túpac, sobre todo si estábamos «compartiendo inquietudes y tragos» (“Fe de erratas”), en ese espacio privilegiado de intimidad que llegamos a construir. Lo hacía con una mezcla muy intensa de ternura y admiración. Así aprendí a querer y a admirar a Túpac antes de verlo por primera vez. Luego lo quise y admiré más, por su talento, por su honestidad intelectual y personal y por el compromiso que mantiene con la obra de su abuelo.

Me duele repetirlo, pero padecemos de una peligrosa tendencia a la desmemoria. Viene la muerte ―que es, ya se sabe, fatal, ineludible―, nos arrebata a una figura entrañable de nuestra cultura, y poco después ya empezamos a verla cada día más distante, más borrosa, hasta que simplemente la olvidamos; aunque más tarde le ofrendemos un recuerdo fugaz, coyuntural, gracias a las llamadas efemérides. Ahora, por fortuna, releyendo las crónicas que publicó Enrique en Juventud Rebelde, vamos a compartir de nuevo con aquel hombre de humor agudísimo y palabra chispeante y fluida, que transpiraba cubanía por cada uno de sus poros y era capaz de dotar de gravitación y sentido a la anécdota en apariencia más trivial.

El impacto popular de estas crónicas, mientras iban apareciendo, fue milagroso, explosivo, impresionante. Caminar con su autor por una calle cualquiera de La Habana, de Santa Clara, de Santiago, de cualquier ciudad, pueblo o caserío de Cuba, se convertía en un calvario. Cada tres pasos tenía que detenerse para recibir el saludo, la felicitación y el cariño de hombres y mujeres desconocidos. Otros, como él mismo contó, polemizaban afectuosamente en torno a alguno de sus relatos o le proponían temas posibles. Pretendían acompañarlo en su aventura creativa, transformarse en coautores de la obra que tanto los deleitaba.

Todos, viejos, medio-tiempos y jóvenes, lo trataban con una confianza particular, como si hubieran crecido con él en Quemado, como si un parentesco secreto los uniera al cronista. Muchos, incluso, le escribían cartas desde los sitios más lejanos, siempre en un tono cómplice. Sentían que Enrique les pertenecía de algún modo. Intuían su condición de ser humano excepcional, íntegro, bueno, «en el buen sentido de la palabra», limpio de alma, leal, ajeno por naturaleza a cualquier impulso bajo o mezquino.

Aparte de tales empatías y percepciones, ¿qué explicación puede dársele a la acogida tan expansiva y arrolladora que tuvo la columna de Enrique en Juventud Rebelde? Sí, ya sé: sus textos son divertidos, rebosan encanto y «legítima gracia criolla» (“Sin sombrero”); pero hay algo más: no les regalaba únicamente a los lectores unas cuantas anécdotas chistosas. Se había convertido en su guía, en su Virgilio, para viajar a los orígenes, a lo diminuto, a lo íntimo, a un mundo pueblerino, gozoso y compasivo en el que creían, en el que seguían creyendo. Un viaje, entre risas y bromas, a la zona más humilde y benévola de lo cubano, donde el reloj de Cronos no corría demasiado rápido y abundaban ciertos postres caseros ya extinguidos. Era también un viaje al pasado prerrevolucionario, aunque nunca visto en blanco y negro, ni de manera retórica o maniquea, donde convivían politiqueros, ladrones y pícaros y gente de un decoro tenaz, a toda prueba, pobre-pero-honrada. Enrique removía la nostalgia ―una nostalgia crítica, nunca idealizante― en los lectores de más edad y en los jóvenes lograba, no sé cómo, aproximarlos emocionalmente a aquello que solo podían imaginar.

Y recorría, además, seguido por sus lectores, absurdos del presente que estaban ahí, a la vista, pero requerían de su mirada para mostrársenos en su máximo esplendor surrealista-burocrático. Las colas, los obstáculos, las carencias y la áspera cotidianidad del Período Especial fueron recogidas puntualmente por el cronista, que supo describirlos sin amargura y hasta hacernos reír en medio del drama de la supervivencia, en etapas muy difíciles.

Creo que los lectores se lo agradecieron con particular énfasis. Estaban convencidos de que en las certidumbres que sostenía Enrique, en su fe revolucionaria, en su antimperialismo radical, no había nada falso, ni manipulaciones ni triunfalismos. En todos los casos, eso sí, el cronista pulsaba fibras espirituales inéditas, asociadas a los cimientos de la identidad, de la nación, de la resistencia cubana.

Cuando iba a escoger el núcleo de una crónica, el ángulo para abordarlo y su personaje central, Enrique se colocaba en las antípodas del periodismo efectista. Adoptaba un punto de vista antagónico al del paparazzi, al del cazador de escándalos, de «famosos», de «estrellas». En todo caso, él sería más bien un cazador de situaciones insignificantes que resultaban, de súbito, iluminadoras, y de «seres anónimos». En su artículo sobre el aniversario de un Olimpo deslumbrante como Tropicana, prefirió homenajear a Miliki, el hijo de la lavandera del cabaret, luego administrador del centro, que adivinaba con un vistazo al cielo si iba a llover o no:

    ahora que Tropicana va a cumplir cincuenta años y muchos recordarán a artistas famosos, músicos destacados, coreógrafos laureados, guionistas, luminotécnicos y escenógrafos, yo quiero acordarme de aquel administrador pequeño y silencioso, callado y humilde, que bien merece, allá en el fondo, donde observaba por encima de un árbol el movimiento de las nubes, una pequeña tarja conmemorativa. (“Tropicana”)

Si conducía a sus lectores a Nueva York, en los años cincuenta, su protagonista terminaba siendo un judío socarrón que vendía los peores jugos de naranja imaginables (“De mi vieja agenda”). Entre los actores de las aventuras radiales Leonardo Moncada, el Titán de la Llanura, escogió como centro de una crónica a Carlos Planas Osorio, «efectista e imitador», quien, poniéndole voz al perro Campeón, «se ganaba la vida ladrando y gimiendo ante los micrófonos de CMQ» (“Gajes del oficio”). Y si acaso se adentraba en la historia nacional y rememoraba, digamos, el machadato, lo hacía a través de un hilarante y frustrado almuerzo de año nuevo de connotaciones proféticas, o de un «vivo» que se finge revolucionario para no pagar la cuenta en un café y posteriormente ―en un vuelco que rompe dogmas y pronósticos― se implica de veras en la insurrección (“Una historia de fin de año” y “Carnet de Baile”). Demostraba así «la importancia realmente trascendental de la historia con minúsculas en el tejido de lo cubano […] y la importancia de ese mundo pequeñito de cosas y de gentes con minúsculas en el sostén del Patriotismo y de las Grandes Cosas y de las Mayúsculas en general» (prólogo de Mi vida al desnudo).

Como cazador de «seres anónimos», Enrique coleccionó una memorable galería de retratos, que abarca desde pintorescos jugadores de cubilete y buscavidas de toda laya, hasta sus queridos maestros y maestras, pasando por periodistas municipales y fantasiosos que inventan las noticias, vendedores de caramelos de azúcar, barberos, hermanas solteronas que discuten casi a puñetazos para rebajarse la edad, el manco de las dos manos con sus huellas dactilares en la cédula electoral, curas, rumberas, cocineros aficionados a tocar guitarra, el falso mexicano que va de pueblo en pueblo proyectando películas silentes, magos y acróbatas de circos menesterosos, el ex recluso simpático y dicharachero que asesina a su mujer, entre muchos otros. No podía faltar «un tipo de artista cubano que actuaba en los ómnibus» o «en cualquier esquina» e intentaba sobrevivir con las míseras propinas de pasajeros y caminantes (“El artista cubano”).

Sin embargo, Enrique no dejó de prestar atención a creadores muy relevantes del teatro, la música, la plástica, el espectáculo, la literatura, la radio y la televisión. Pero lo hizo ―y en este punto fijó un modelo insuperable― sin hacer la más mínima concesión al «divismo». Los humanizó. Los atornilló a la vida terrenal con su dulce ironía y les concedió una estatura idéntica a la de los «seres anónimos», defectos y virtudes semejantes, y una vocación similar para hacer el ridículo. Y hasta se rió de ellos, con su entusiasta colaboración, cuando no había más remedio que reírse ―el texto dedicado a Onelio Jorge Cardoso es antológico― (“Había una vez un cuentero”). Recordemos que el propio Enrique sabía burlarse de sí mismo como nadie. Es posible que este tratamiento a nuestras «celebridades» ayudara a que aquellos lectores menos cultos de su columna en Juventud Rebelde dejaran atrás inseguridades y prejuicios y se aproximaran al arte y a los artistas de forma más directa y transparente.

Este viaje que ofrece Enrique a sus lectores, nos da la rara oportunidad de reír y reflexionar simultáneamente, o más bien de reír-reflexionar como un solo proceso donde el humorismo alcanza una dimensión superior. Un ejemplo notabilísimo es el texto «Los corresponsales», que nos lleva un poco más lejos, a reír-filosofar, podríamos decir, sobre todo cuando se refiere a algunas de las aspiraciones que tuvo el cronista en su adolescencia. Deseaba, nos confiesa, «ser propietario de un puesto de frutas, como el que tenía, frente a mi casa, el chino Luis»:

    Luis se pasaba la vida sentado en un cómodo taburete, leyendo el periódico Man Set Yan Po. Nadie, o casi nadie, entraba en su venduta, donde colgaban hermosos racimos de plátanos manzanos y se veían aromosas fuentes rebosantes de calabacitas chinas. Pero Luis era feliz viendo pasar las horas sin que nadie interrumpiera sus lecturas […].

    Lo envidiaba entonces, y todavía, cuando pienso en la jubilación, me ronda el intenso deseo de averiguar, de algún modo, la misteriosa fórmula de las calabacitas chinas, para establecerme en un pequeño pueblo con el trasnochado deseo de que nadie entre a comprar y pasarme las horas leyendo un viejo ejemplar de un periódico chino. Aunque no entienda nada.

    Nada más parecido a la felicidad que el gesto de Luis, cuando alguien entraba en su establecimiento y le pedía un centavo de platanitos manzanos.

    Luis no se movía de su asiento y le sugería, amablemente:

    —Coge tú mimo. Son cinco pol kilo.

    Y seguía imperturbable su lectura. ¡Eso era la felicidad! (“Los corresponsales”)

Frente a este chino en paz consigo mismo, que disfruta contra toda lógica la escasez de clientes y ha encontrado la ataraxia o el nirvana en «la misteriosa fórmula de las calabacitas chinas», se alza un antiguo amigo de Enrique: el personaje diabólico de la crónica «Bisnes are bisnes», hijo de un rico negociante en la Cuba capitalista y graduado de Comercio en los Estados Unidos. Este individuo, enfermo de resentimiento y yancofilia, ha venido rechazando visceralmente, uno por uno, los pasos dados por la Cuba revolucionaria. Enrique se entera de que el padre murió y, aunque están distanciados, decide ir a darle el pésame a la funeraria. Allí el doliente, eufórico, lo saluda con un periódico en la mano:

    —¿Viste lo que viene en El Mundo? A partir de hoy, todos los entierros son gratis.

    Y me mostraba el periódico donde se notificaba la medida adoptada, ese mismo día, por el gobierno. Entusiasmado, con la misma alegría de un fanático del fútbol que celebra un gol de su equipo, me reiteró:

    —¡Todo gratis! ¡Todo! ¡Qué suerte, viejo!

Era la primera vez que elogiaba una medida de la Revolución. Debí alegrarme, pero pudieron más otros sentimientos. Le volví la espalda y me marché. Hoy, al contar la historia, pienso que fue su mejor homenaje al difunto. Fue él quien le mostró las reglas del juego […] (“Bisnes are bisnes”).

Tras releer esta y otras crónicas de El vecino de los bajos, me he preguntado qué hubiera escrito Enrique ahora, en medio de la marea de banalidad neocolonial que nos contamina, entre reality shows que circulan de mano en mano, chismes de la farándula, bombillitos navideños y tenderos con gorros de Santa Claus. Recordé, además, la dramática alerta de nuestro Cintio Vitier, tan venerado por Enrique y por todos los cubanos dignos, sobre la capacidad del american way of life para «desustanciar desde la raíz todo lo que toca».

Qué falta nos haría, hoy por hoy, un cronista como Enrique, con su habilidad para llegar a mucha gente e inducirla, amable, campechano, a reír-reflexionar sobre qué fuimos, qué somos y qué no podemos dejar de ser en ninguna circunstancia. En su manera inimitable de revelarnos, sin retórica alguna, las esencias de la nación, hay lecciones que habría que tener en cuenta para el presente y para el futuro. Este libro, El vecino de los bajos, viene a oponerse a todo lo que desustancie y erosione nuestras raíces. Y a resustanciar la médula que nos define. Gracias, Túpac, por esta magnífica iniciativa. Gracias de nuevo, Enrique.

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